Lo que aparenta haber sido un traspié de parte del Secretario de Estado estadounidense John Kerry, abrió espacio a una alternativa a la vía militar que hasta ese momento no había sido contemplada: que Siria aceptara, bajo la supervisión de la comunidad internacional, el decomiso y posterior destrucción de su arsenal de armas químicas, y así, y solo así, evitarían un ataque militar aéreo por parte de los Estados Unidos.
Dicha sugerencia, proferida irreflexivamente a modo de respuesta ante la
pregunta de un periodista que pedía al Secretario de Estado norteamericano un escenario en el que Estados Unidos no intervendría militarmente, ha logrado al menos posponer lo que se vislumbraba como un curso de acción cada vez menos reversible. El embajador sirio ante las Naciones Unidas, Bashar Ja’afari, ha solicitado formalmente la inclusión de Siria en la Convención sobre Armas Químicas, demostrando así, por lo menos inicialmente, intenciones verdaderas de trillar el camino de esta propuesta, que a pesar de haber sido de origen estadounidense, su formulación oficial llegó de parte de la Federación Rusa. Los detalles concernientes a aspectos logísticos y de plazos de tiempo están siendo discutidos en Ginebra, Suiza, entre John Kerry, en representación del gobierno estadounidense, y su homologo ruso, Sergey Lavrov.
Aún así, a pesar de la aparente desarticulación de los planes guerreristas, se hace imperioso repasar la situación siria; sus antecedentes; las aristas religiosas y geopolíticas y los posibles desenlaces a la amenaza que pende como la espada de Damocles sobre la paz mundial.
Siria como Estado independiente
Desde la caída del imperio Otomán al término de la Primera Guerra Mundial, y la posterior ocupación francesa, Siria ha sido un país matizado por conflictos etno-religiosos, golpes de estado militares y conflictos regionales. En el 1946, al cabo de la Segunda Guerra Mundial, Francia desocupa Siria, inaugurándose en el país arabe su etapa de estado independiente. Sin embargo, los 23 años subsiguientes estarían caracterizados por una inestabilidad política que institucionalizó el golpe de estado como única forma de ascender y detentar el poder político. En el año de 1967, en lo que el mundo conocería como la Guerra de los 6 Días, Israel ejecuta ataques militares sorpresivos contra Jordania, Egipto y Siria; destruyendo una parte importante de la fuerza aérea de este último y capturando los Altos del Golán, desatando así otra profunda crisis política, pero esta vez, embadurnada de un derrotismo colectivo.
Es en este escenario que tres años más tarde, Hafez al Assad, a la sazón Ministro de Defensa, derrocaría al presidente Nur al-Din al-Atasi y tras una breve parada como Primer Ministro, ascendería al solio presidencial que ocuparía hasta el día de su muerte el 10 de junio del año 2000. Tras su deceso, el parlamento sirio se reúne y toma dos medidas; primero, disminuye la edad mínima para ser presidente a 34 años edad, justo la edad de quien ascendería a la presidencia; y segundo, convoca a un referendo público donde se presenta un único candidato a la sucesión presidencial: Bashar al-Assad. Este es elegido con un 97% de los votos. Bajo la presidencia de Bashar continuarían tanto los altercados y dificultades internas con fuerzas etno-religiosas opositoras, como las externas, en su beligerante relación con el Líbano, la Irak de Saddam Hussein e Israel.
Abril de 2011 y el desafío
En la ciudad sureña de Daraa, en una manifestación de desafección hacia el régimen de Assad inspirada y alentada por el éxito inicial de la Primavera Árabe en Túnez y Egipto, jóvenes protestaban, principalmente, por el propósito de la liberación de presos políticos. La manifestación escaló, las pasiones desbordaron, y la policía asesinó a varios de los manifestantes. Esto desató mayores protestas, primero a nivel local, pero luego a nivel nacional, que poco a poco fueron dando forma a la guerra civil que subsume hoy en el caos y la sangre al pueblo sirio.
Tras más de dos años de esta cruenta guerra fratricida que, según la ONU, ha dejado una estela de 100,000 muertos y cerca de 2 millones de refugiados, el 21 de agosto aconteció lo que el presidente estadounidense Barack Obama había definido como la transgresión de una metafórica línea roja que, de suceder, obligaría a Estados Unidos a interceder en el conflicto sirio: la utilización de armas químicas contra la población civil.
Imagines videográficas han recorrido el mundo, donde se aprecian cadáveres y personas agonizando presuntamente ante los efectos de un poderoso agente nervioso conocido como gas sarín. El gobierno sirio niega ser el responsable de tan reprochable acto; la oposición, y el gobierno estadounidense, afirman tener pruebas de la autoría del régimen de Assad.
Suenan clarinadas de guerra
Ante la palabra empeñada y las consiguientes expectativas del mundo, el presidente Obama se aprestaba a dar cumplimiento a lo prometido. Empezaron las jornadas de planificación de lo que sería la operación militar, e iniciaron las llamadas a los aliados de siempre para que se unieran en esta nueva cruzada en Oriente Medio. El presidente Obama, quizá en un intento de ganar tiempo ante la consabida complejidad de una nueva incursión militar en las cálidas e irascibles tierras árabes, decidió solicitar la aprobación del Congreso estadounidense, y con ello también, revestir de mayor legitimidad una acción, que como esta, se le sabe de naturaleza impopular.
En los días posteriores a las jornadas iniciales de planificación, el mundo y el pueblo estadounidense, empezaron a conocer sobre las distintas aristas, y las posibles consecuencias de una intervención militar en Siria. Sin lugar a dudas, son las aristas religiosas y geopolíticas las que ejercen mayor peso decisorio ante cualquier escenario de acción contemplado.
Lo religioso
No puede nadie, cuando de esta región del mundo se trata, prever consecuencias de una incursión militar estadounidense sin contemplar la gravitación omnímoda del Islam. El régimen teocrático de Irán, aprovechando los mares revueltos para pescar, ha dicho que una incursión estadounidense en el conflicto sirio sería una declaración de guerra al Islam; y más aún, han advertido que la interpretación que desde Teherán darían a una embestida estadounidense, sería la de la concreción de una alianza entre sunitas militantes, Israel y occidente para apoderarse de la región. Estas declaraciones, provenientes de un jurado enemigo de occidente e Israel toman dimensión preocupante al saber que, al mismo tiempo, la República Islámica de Irán es la principal aliada del régimen alauita de los Assad en Siria.
El Islam, instituido en el año 622 d.c. tras la hégira desde la Meca hacia Medina, es una religión monoteísta y abrahámica que agrupa a sus fieles en dos clanes fundamentales: sunitas y chiítas. Esta escisión surge a raíz de la muerte del más grande de los profetas, su fundador Mahoma, y las posteriores diferencias entre sus seguidores en la identificación de su legítimo heredero en la tarea de perpetuar el Islam. Aparte de esta primera y divisiva diferencia, con el tiempo han surgido entre sunitas y chiitas otras divergencias de carácter político, social y cultural.
El mundo musulmán es mayoritariamente sunita, perteneciendo 9 de cada 10 a dicha rama del Islam. Tan solo 1 de cada 10 es chiita, la segunda rama fundamental de esta religión. En Oriente Medio los chiitas se concentran, principalmente, en Irán, Irak, Líbano y Bahrein. La Siria de Assad es, como el resto del mundo árabe-musulmán, mayoritariamente sunita, pero, el clan gobernante de la familia Assad es alauita, una tendencia circunscrita a la rama chiita del Islam.
Irán, Irak y Hezbolá desde el Líbano, podrían cerrar filas con sus aliados chiitas de Siria, y tal como ha declarado Irán, hasta la emprenderían en represalia contra el estado de Israel. Esto, indudablemente, desenlazaría una reacción en cadena que conllevaría a una incursión militar estadounidense de dimensiones mayores. Turquía, Jordania y Arabia Saudita, todos sunitas, han manifestado su apoyo a las voces que claman por la reprimenda de carácter militar a Siria.
Como se intuye de lo anterior, las posibles consecuencias desatadas por desavenencias religiosas podrían sumir a la región completa en un conflicto armado de horizonte distante, capaz de permear a otras regiones contiguas, y eventualmente, incluso, hasta adquirir magnitud global.
Lo geopolítico
Desde el término de la Segunda Guerra Mundial, y la subsiguiente desaparición del Imperio Británico, Estados Unidos ha sido el actor geopolítico protagonista de los más importantes acontecimientos de Oriente Medio. En tiempos de la Guerra Fría, periodo histórico que abarcó más de 40 años de enfrentamientos indirectos entre Estados Unidos y la URSS, la hoy Rusia intentó incidir sobre esta región, pero nunca logró la influencia necesaria para desplazar la fuerza gravitacional ostentada por los abanderados del capitalismo.
Pero, los tiempos han cambiado; el bipolarismo de aquellos años fríos cedió a un breve periodo de hegemonía unipolar que, con el discurrir del tiempo fue erosionando y dio paso al actual multipolarismo, cada vez más robusto. En este nuevo contexto, Rusia ha pretendido recuperar el espacio perdido, y esta crisis se ha presentado como una idónea oportunidad.
Desde el retorno al poder de Vladimir Putin, se verifica como política de estado, un antagonismo frente a los norteamericanos. Esto tiende a lograr dos objetivos primordiales; en primer orden, mayores espacios de influencia política a nivel mundial, tanto en escenarios multilaterales como el G20 y la ONU, como en el plano bilateral; y en segundo orden, al través de calculadas acciones geoestratégicas, arrebatar a Estados Unidos su sitial como poder decisorio e influyente en la región de Oriente Medio.
En la crisis siria, vieron una oportunidad de avanzar ese propósito de una resurrección de la Rusia Imperial, y sagazmente hicieron suya aquella fortuita propuesta de Kerry. Con ello, han acaudalado puntos de capital geopolítico, al presentarse ante el mundo en su rol de pacifistas y conciliadores, teniendo como contrapartida, las amenazas guerreristas y destempladas de un autoritario e imperioso Estados Unidos.
Por el momento, esta nueva faceta de la Rusia conciliadora va saliendo bien, ya que logra simultáneamente proteger sus intereses comerciales en Siria, y erigirse como artífices de la paz. El mundo respalda sus esfuerzos por evitar un mayor derramamiento de sangre, aumentando así sus bona fides políticos en la región y el mundo, en franco detrimento del capital político y las buenas voluntades hacia Estados Unidos en una región cansada de sus impetuosas intervenciones militares.
En fin, gana Rusia, al colocarse como el protagonista de una solución pacífica, y con ello, fortifica su relevancia y peso como jugador influyente en los vaivenes de la región. Pierde Estados Unidos, por una vez más mostrarse como el imperio anacrónico que apuesta a resolverlo todo por la vía militarista.
Será en estos próximos días cuando veremos, nosotros y el mundo, si la movida inicial de Rusia, promisoria e inteligente, fructifica a su favor y desarticula definitivamente la posibilidad de una incursión militar en Siria. Para Estados Unidos, esa erosión que experimenta su capital geopolítico en la región podría resultarle caro si, en un mediano plazo, poner coto a las ambiciones nucleares de Irán se hiciera insoslayable.
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